Lo que diferencia a mi parecer un pueblo, una ciudad o cualquier núcleo urbano que ha sido concebida o intervenida por la mano de un arquitecto, es a mi parecer esa carencia de aleatoriedad, esa idea que en mayor o menor medida se oculta tras ella, y que de algún modo se hace patente cuando caminamos por ella. Por poner un ejemplo, me remontaré al urbanismo barroco en Granada, más concretamente en la zona de la catedral, la cual en vez de alzarse en mitad de una gran explanada, se halla perdida entre los edificios, de tal modo que cuando crucemos por ese estrecho callejón entre Bibrambla y Pasiegas, su inmensidad nos llegue a resultar incluso más abrumadora. Es esa intencionalidad a la que me refiero, cuando hablo de esas ideas que se esconden tras las ciudades. Intencionalidad que se ha entendido de diversas formas a lo largo de la historia. Por irme al caso más opuesto, frente a la ciudad barroca, la ciudad de Nueva York concebida desde el más puro racionalismo. En este caso la finalidad es la de convertir la ciudad en una máquina. Creo que es esto lo que los arquitectos han aportado y aportaran a las ciudades, “la intencionalidad”, la intencionalidad de que todo lo que se haga en una ciudad responda a un motivo o a un fin, ya sea el de sorprender, hacerla más bella o funcional, buscar una mejor iluminación, un mejor aprovechamiento del espacio, etc, más allá del más puro azar, aunque en ocasiones pueda confundirse con este o incluso al revés.