El arquitecto debe dejar de ser arquitecto por unos instantes y salir a la ciudad, experimentarla, vivirla, y una vez conocida, sentarse de nuevo frente al papel en blanco y proyectar.

Algo que comentamos en clase sobre los distintos textos del curso es que el arquitecto y el urbanista son la misma persona, y que hablemos de un edificio o de una trama urbana, siempre primarán las personas. El arquitecto debe aunar todos los condicionantes que se le presentan y llegar a una solución respetuosa tanto con el entorno en el que se encuentra como con la gente que allí habita, sin perder la coherencia de su proyecto ni romper con las ganas de innovar y crear nuevas formas de vivir. Esta es sin duda alguna una tarea difícil en la que no cabe margen de error. No existe la prueba y el fallo, sino una propuesta final pensada y reflexionada mediante la cual se crean lazos de unión entre todos los elementos antes citados.

Eso es lo que debe hacer el arquitecto por la ciudad, vivirla, sentirla, y después crear esas uniones sólidas que hagan de la ciudad un lugar unitario pero a la vez versátil, un lugar donde VIVIR, que no es poco. Un lugar que consiga relacionar a las personas y a la vez que estas puedan tener su propio espacio.

Podríamos decir, que el arquitecto JUEGA A LA VIDA.

En una sociedad que constantemente cambia, la ciudad no debe ser dejada al azar; debe ser planificada, pero a la vez cambiante, mutante, adaptándose a las formas de vida y a las sociedades.

Quizás dentro de unos años, el concepto de ciudad cambie, o la arquitectura no sea lo mismo, pero pase lo que pase, siempre será necesario darle a las cosas un por qué, un orden, y es ahí donde el arquitecto debe estar, lápiz en mano.